Si hubiera un premio "Jazzlosophy", Miguel Brascó sería el primer ganador y un permanente candidato.
Cumple con todos los requisitos. Tiene 84 años (nació en la provincia de Santa Fé en 1926) y es un sibarita freak con su pajarita y los tiradores que lo "lookean". Corresponsable de que Quino inventara a Mafalda (tira originalmente pensada como publicidad de los electrodomésticos Mansfield) y si esto fuera poco, escribió la letra de “La Vuelta de Obligado” para Alfredo Zitarrosa.
Mi primer encuentro con su pluma fue cuando yo tenía 16 años a través de la revista "Status". Al principio la compraba por las mujeres que traía, pero ahí descubrí a muy buenos escritores de cuentos cortos, entre ellos Anthony Burguess. Después empece a leer las crónicas de viajes, que se hicieron una adiccíon para mí, dejando de lado las fotos de las señoritas con poca ropa. Ahi me enteré que el señor que escribía esas notas era el editor e ilustrador de la revista. Miguel Brascó. Desués lo seguí en la revista "Ego", que lamentablemente salieron pocas ediciones, y mas tarde en "Cuisine et Vins".
Para los que no lo conocen Brascó es un reconocido escritor, humorista, dibujante, periodista, editor, crítico, publicista, wine maker y bon vivant argentino que se especializó en comidas gourmet y vinos, dejando de lado su carrera de abogacía con un posgrado en España.
A continuación hice una recopilación de varias entrevistas que le realizaron en diversos medios, para que descubran y disfruten a este personaje tan especial.
¿Por qué ahora hay una especie de auge del vino?
Es un fenómeno internacional provocado por un marketing norteamericano de posguerra. Lo importante de una bebida es que la gente la tome mientras come. Y el vino es un acompañamiento de la comida desde el Imperio Romano. El fenómeno de tantas cosas vinculadas con el vino no es más que una réplica del fashion, una moda impuesta por la publicidad.
¿Cómo explica entonces el furor de la gente por saber más, o de las degustaciones?
El vino es especial en la comida, fuera de ella es fashion. Las degustaciones son artificiales. El tipo que está así de ''dorapa'', tomando sin comer, diciendo que tal vino tiene aroma a frutos rojos, son macanas. Un circo.
¿Cómo se hace entonces para aprender de vinos?
Es que de vinos no hay que saber nada, simplemente hay que tomarlos. El argentino es un tomador de vino genético, tiene un feeling que viene de sus antepasados. Hay gente que viene y me dice ''yo no sé nada de vinos, nunca tomé en mi vida''. Pero vos le das un vino bueno y otro malo y no le erra nunca. Para aprender de vinos no hay que leer, ir a degustaciones ni a conferencias. Hay que ir al supermercado y comprar una botella, y una más de alguno parecido para comparar.
¿Varietales o de corte?
No existen los varietales, es un invento. El vino tradicional es mezcla o blend, que da una mayor versatilidad. El cabernet es un vino complicado, difícil, complejo, serio y austero; un merlot es frívolo o gay. Si vos los mezclás obtenés algo mejor. Es como invitar a comer a un tipo serio y a otro gracioso. Entonces tenés una comida equilibrada.
¿Hay normas para tomar vino?
El vino es mejor que cualquier otra bebida para comer, porque es más versátil. No hay ningún plato que no encuentre un vino que lo complemente o lo redondee. Hay normas muy generales que son indicativas pero no taxativas, no te obligan.
¿Incluso tomarlo con soda?
¡Con soda también! ¡Y con hielo también! Aunque es un mal uso argentino para tomarlo fresco. No hay obligaciones ni prohibiciones. Dicen ''tómelo a 16 grados'', pero son todas macanas. Depende de dónde estés: no es lo mismo un lugar con aire acondicionado que un quincho junto a la pileta. El vino se adecua a las circunstancias. Esos preceptos tan ortodoxos son siempre para desconfiar
¿Cómo era de chico?
Crecí en un pueblo “ruin” de la Patagonia, más precisamente Puerto Santa Cruz, a fines de los años 20 y comienzos de los 30. Una comarca de australianos sacudida por el viento y penetrada por las rías de un mar díscolo. Tuve una infancia plena y muy fascinante: tenía una perra que se llamaba Chuchumeca, una australiana ovejera. Tenía dos pollos como pets. Tenía un guanaco, tenía un chulengo –un ñandú chico– y además era el hijo menor de tres hermanos. Mis hermanos mayores estaban con mi madre en Buenos Aires, estudiando. Mi padre, que era médico, estaba siempre fuera. Así que tenía una vida muy libre y muy segura. No pasaba nada. Era una versión exacta de la Argentina.
¿Cómo se inicia en la escritura y en ese estilo?
Fui escritor desde muy chico. Me recuerdo siempre sentado en un lugar escribiendo. Es el estilo de mi generación. Mi generación fue rescatada por Borges de la prosopopeya del lenguaje acartonado de Enrique Larreta y los escritores de esa época. Obviamente, Argentina tiene muchos antecedentes de literatura casi conversada, como la de Lucio Victorio Mansilla, el autor de Una excursión a los indios ranqueles. Mansilla escribió Causeries de los jueves, un libro de conversaciones que tenía él –que era un tipo muy afrancesado– con sus amigos. Hay una tradición en la Argentina de escribir como se habla, que fue lo que impuso primero Macedonio Fernández y después Borges. Mi generación se instaló en esa vía, y yo la desarrollé bastante bien. En realidad, yo escribo como hablo, y he hecho una mezcla curiosa de lenguaje muy popular, mezclado con lenguaje muy culto. Ese mix es lo que da esa cosa rara que tiene mi estilo.
En esete momento tengo dos en gateras. Una titulada "El prisionero" y otra que se llama "Los leopardos son cosa del atardecer". Es un best seller –dictamina–. Es la historia de un ingeniero metalúrgico rosarino que se ve envuelto en una aventura de caza mayor en Zimbabwe. Yo estuve ahí, es el único país donde todavía existe la caza mayor. Tiene todos los elementos para ser un éxito. Si uno maneja bien el marketing, no pierde tiempo escribiendo fracasos. Lo que pasa es que acá las editoriales no saben vender libros. Así que acabo de mandarlo a Nueva Zelanda para que me lo traduzcan al inglés: lo voy a vender fuera de país.”
¿Cuándo se convirtió en un animal gourmet?
Yo cociné de muy chico. Cocinaba bastante bien. Picante. Porque en ese momento teníamos mucha influencia de la comida chilena. Y llegué a la crónica gastronómica con mi primera asignación periodística importante: una sección completa de buen vivir que me dieron en la revista Claudia, en los años 60. Tuve mucha suerte, porque yo era un pendejo desconocido y me dieron un suplemento de ocho páginas para que lo hiciera solo. No me editaban y yo escribía en el estilo Brascó, el mismo que tengo ahora. En esa redacción estaba también Olga Orozco, la poeta surrealista, que escribía los horóscopos y las cosas oníricas. Se mamaba mucho y desaparecía de la redacción por días. Entonces me pedían que los escribiera yo. Por supuesto que no tenía la menor idea de lo que era la astrología, inventaba todo, pero lo hacía muy bien.
Bastante parecido a escribir sobre vinos, ¿no?
Para describir un vino, el ejercicio de la poesía es utilísimo, porque en definitiva la poesía no es más que la búsqueda de palabras para describir matices, percepciones, cosas difíciles de explicar. Diferenciar conceptos más bien esotéricos, como la diferencia que hay entre la morriña y la nostalgia. La descripción de los vinos es peliagudísima, porque en realidad los vinos son un invento. No existen vinos: existen botellas. Y de hecho no existen botellas, sino que existen momentos. Es todo muy subjetivo. La costumbre actual, heredada de Robert Parker, de puntuar los vinos del 1 al 100, es una mentira total, porque un vino lo tomás un lunes y te parece maravilloso y lo tomás el martes y te parece una cagada.
O sea que no hay que creerles a los reseñadores ni a las etiquetas…
En un 70 por ciento es un macaneo total. Eso empezó de la siguiente manera: cuando vos hacés un corte de vinos con enólogos, hay sesenta opciones de Cabernet y tenés que elegir cuál es el más apto para el blend que estás procurando. Los tenés numerados. Y entonces probás y anotás características. Y es confuso, porque andá a diferenciar el 36 del 49. Es un trabalenguas. Entonces se les pone un seudónimo. Lo sentís ácido y le decís “dame el ácido”, “dame el que tiene gustito a eucalipto”. Y así. La madera efectivamente existe como sabor, un sabor achocolatado o avainillado. Los tonos cítricos también los podés ubicar. Pero cuado te dicen que un vino blanco tiene aromas a flores blancas, es un invento total. Aromas a cuero de montura sudada, qué sé yo… ¡Macanas!
¿Ese chamuyo es argentino? ¿Desde cuándo somos todos enólogos?
El macaneo es mundial. Y Argentina en realidad siempre tuvo muy buenos enólogos. La Argentina es un país muy importante en términos de vinos. Es el quinto país productor y consumidor del mundo, después de Italia, Francia, España y Portugal. Es el único país mediterráneo de América, simplemente porque fue inventado por españoles e italianos. Y eso hace que el vino no se tome fuera de la mesa: se toma en la comida, que es la forma inteligente y culta de entrarle al vino, porque el vino cumple una función gourmet. Vos estás comiendo un puchero, que es un enigma en términos de qué vino acompaña esa perversa acumulación de sabores –con todas las carnes, legumbres y embutidos conviviendo en un mismo plato–, y tenés que saber con qué vino acompañarlo. No hay plato que no tenga un vino al que le vaya bien. Pero hay que saber combinar. El vino fuera de las comidas es para los bobetas, que lo toman de dorapa en una degustación.
¿Qué hacer cuando un mozo le planta el corcho sobre la mesa tras destapar la botella, como esperando que usted emita algún juicio?
Variante uno. Ante todo mirarlo fijo como hace uno con cualquier destape y, croqueteándolo después levemente entre el pulgar, el índice y el dedo medio, olfatearle las barandas como quien detecta: o sea, cejas en alto y párpados cerrados. Sonido a emitir: “mmm...”. Trascartón devolvérselo al mozo con expresión de serena sabiduría perspicaz conjetural aleatoria. Frase a emitir: “Traémelo sarteneado unilateral fileteado finito sobre un zócalo crocante de cabra y berenjenas con un fondo de sashimi”. Variante dos. Devolverlo ídem, con la frase a emitir cambiada: “Dáselo al chef y decile que bueno”. Cuando el chef aparezca preguntando “bueno qué”, ya la cosa cambió. Dejó de ser problema de corcho para transformarse en problema de chef. Cada cosa a su tiempo, una por vez.
¿Qué le pareció la película "Entre copas"?
Una buenísima acción de marketing para hacer que norteamericanos anglosajones, escandinavos y polacos, que se maman con cerveza, bebidas cola, whisky, vodka, gin, café con leche chirle y agua con hielo, empiece a tomar vino durante sus almuerzos.
¿Y el documental "Mondovino"?
No es un documental sino un largometraje intelectualoso de mala leche contra el francés Michel Rolland, uno de los cinco más famosos wines makers en el mundo; actualmente residente, por largos períodos, en la Argentina.
¿Tiene algún sabor que le produzca algo parecido, que lo devuelva a su infancia?
Sí. Los lupines, el gofio, la mozzarella in carroza, la faina hecha con garbanzos y no con símil polenta Mágica, el dulce de leche hecho en casa con lata de condensada, el paladar saladito al volante del automóvil doble faetón viejo, la tortilla de espinacas preparada con acelgas, el arroz con leche caldoso sin canela, la cannabis índica picada grueso, el delicado gusto a baranda de bombachitas Caro Cuore cuatro días sin cambiar.
¿Qué vinos argentinos nos estaría recomendando?
Compren cualquier vino de hasta 40 pesos de las bodegas importantes: López, Navarro Correas, Norton, La Rural, Familia Zuccardi, Quara, Suter, Valentin Bianchi, Finca La Anita… Vinificados especialmente para el gusto tradicional (amables, no agresivos, afrutados, easy going ) de los consumidores argentinos de vinos en la mesa. El 97 por ciento de los vinos que se toman en la Argentina son vinos de ese precio. Entonces los vinos caros no existen: son vinos artificiosos hechos para la exportación en función de una receta que viene de afuera y que la aplica un enólogo extranjero llamado flying wine maker.
¿Cree que irá al cielo o derechito al infierno?
Creo que ambos existen acá, estoy más en el cielo, pero tengo buena relación con el demonio. Mi mujer se pone nerviosa, hablo del demonio con el padre (Rafael) Braun como quien habla de Kirchner. Las liturgias demonizan al demonio, pero Goethe lo definió claramente: “El Uno afirma y Dios niega”.
Hay que vivir la vida con una filosofía jazzera. Mucho swing, mucho feeling, y saber improvisar en los momentos necesarios. Comprender que, como decía el gran Duke Ellington: "Nada significa si no tiene swing". Jazzlosophy es una forma de vida; y nuestra vida esta rodeada de cosas jazzlosophy y de momentos jazzolosophy. Gozar y valorar el tiempo libre. Bebidas, Gastronomía, Viajes, Artes, Música, Cine, Literatura, Diseño y Estilo. Tratemos de recuperar el olvidado Arte de Vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario