La lectura fecunda el corazón, dando intensidad, calor y expansión a los sentimientos. Los egoístas no practican, en general, la lectura, porque pasan absortos en la árida contemplación de sus intereses personales. No sienten la necesidad de salir de sí mismos y estrecharse con los demás. Las personas indolentes no leen; pero ¿qué son el ocio y la indolencia, sino las formas plásticas del egoísmo? La naturaleza es pródiga en sorprendentes escenas, en maravillosos espectáculos que el hombre sedentario apenas conoce y que los viajeros contemplan con extática admiración. Los placeres sociales encantan al hombre; pero no siempre vienen a su encuentro ni dependen de su voluntad. Entretanto, los placeres que proporciona la lectura son de todo tiempo y de cualquier lugar, y son los únicos que puede renovar a su albedrío.
La lectura es poderosa para curar los dolores del alma, y Montesquieu ha escrito en sus pensamientos que jamás tuvo un pesar que no olvidara después de una hora de lectura.
El libro es enseñanza y ejemplo. Es luz y revelación. Fortalecen las esperanzas que ya se disipaban; sostiene y dirige las vocaciones nacientes que buscan su camino a través de las sombras del espíritu o de las dificultades de la vida. El joven oscuro puede ascender hasta el renombre imperecedero, conducido como Franklin por la lectura solitaria. El libro da a cada uno testimonio de su vida íntima. Es el confidente de las emociones inefables, de aquellas que el hombre ha acariciado en la soledad del pensamiento y más cerca de su corazón, así la lectura del libro que nos ayudó a pensar, a querer, a soñar en los días felices, es el conjuntos de sus bellas visiones desvanecidas por siempre en el pasado. Cuando puede sustraerme a lo que me rodea y releo mis antiguos libros, parece que se renueva mi ser. Vuelvo a ser joven. Lo que pasó, está presente; y creo por un momento que puedo envolverme de nuevo en la suave corriente de los sueños desvanecidos, cuando repitiendo con acento enternecido el verso de Lamartine o de Virgilio los llamo y los nombro con las voces de mi antiguo cariño. Enseñemos a leer y leamos. El alfabeto que deletrea el niño es el vínculo viviente en la tradición del espíritu humano; puesto que le da la clave del libro que lo asocia a la vida universal. Leamos para ser mejores, cultivando los nobles sentimientos, ilustrando la ignorancia y corrigiendo nuestros errores antes que vayan con perjuicio nuestro y de los otros a convertirse en nuevos actos.
Fuente: Juan Mamerto Garro, Nicolás Avellaneda: escritos y discursos, Buenos Aires, Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco, 1910.
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