Fugaz y cotidiano, dice Fernando Savater, el oficio de escribir requiere humildad y responsabilidad; uno puede dirigirse a unos pocos o a la mayoría, pero escribir impone pensar en otros, en los demás. Quien escribe, sabe que sus textos podrán cumplir una función didáctica o lúdica pero siempre social; trate de lo que trate, un artículo “siempre cumple una función política, es decir, se debe a la polis y a las obligaciones de nuestra comunidad”.
Aunque no es su objetivo reflexionar sobre el periodismo, en Figuraciones mías (Sobre el gozo de leer y el riesgo de pensar) hay una reunión de ideas sobre el compromiso con la verdad y la honradez al ejercer la escritura desde las páginas de la prensa tradicional o los espacios virtuales, donde, por cierto, Savater encuentra uno de los defectos que el texto periodístico no debería permitirse: la irresponsabilidad del anonimato: “El famoso rostro blanco de V fue, en la historia original de Alan Moore, un subterfugio para combatir la tiranía, pero hoy funciona como un truco para la impunidad en la ofensa o el delito, es decir, como un santuario de la cobardía”.
Cada texto remite a algún autor o a un libro digno de ser leído. Mientras habla de George Orwell o de Charles Dickens señala las virtudes de quienes intentan hablar de lo político, de las injusticias sociales. El trabajo, dice el filósofo español, comienza por respetar el principio que prohíbe mentir, aún antes del que prohíbe matar, e impone tareas difíciles: no escribir para nuestra clientela y contra los adversarios, sino contra las certidumbres indebidas en nuestro propio entorno.
Lo siguiente es enfrentar a la opinión pública, que no siempre tiene razón pero cuenta con la ventaja de la mayoría. “Hagan la prueba hoy: condenen la corrupción de los políticos o de los banqueros y la masa asentirá satisfecha; condenen la corrupción de los internautas sin escrúpulos y se ganarán un abucheo. Pero arriesgarse a caer antipático es lo que distingue al que habla de moral del mero apóstol de la moralina”.
Esa —explica Savater— es la diferencia entre el orgullo, que se exige a pesar del criterio de la mayoría, y la vanidad, que solo come de la mano ajena; es decir, los admiradores a los que a sabiendas se cuida uno de molestar para ganarse su ovación, porque carecen de honradez para preferir que se les trate como adultos.
A veces, pues, debe aceptarse el papel de razonable obstáculo, de relativo frustrador de expectativas tumultuosas. Convertirse en portador de malas noticias. El escritor, el educador, el periodista, “no tiene otra forma de ser honrado y cumplir su misión, porque cuanto crece —para hacerlo rectamente— debe apoyarse en lo que le ofrece resistencia”.
Ya en 1996, Gabriel García Márquez advertía que los mayores atentados éticos de los periodistas de esta nueva época obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo, y respaldada por fuentes sin nombre que todo lo saben y que nadie ve, pero amparan toda clase de agravios impunes.
En Figuraciones Savater reflexiona sobre su propio ejercicio periodístico al que define como una labor que permite mucha libertad, pero por otro exige gran disciplina y responsabilidad. Y la responsabilidad —como él mismo ya lo había escrito— no es otra cosa que la conciencia en lo real de nuestra libertad, nuestras elecciones dejan huella. Una vez empleada esa libertad en hacernos un rostro, ya no podemos quejarnos o asustarnos de lo que vemos en el espejo cuando nos miramos.
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