30 ene 2012

Descenso y redención de un hincha de River Plate

Editorial Sudamericana editó un libro del periodista Andrés Burgo, que antes de ser periodista, es fanático de River.

En este libro "Ser de River" Burgo retoma esa pasión e incluye el debacle del club, la enfermedad de su padre y todo el resto de lo que aprendió sufriendo con su equipo.

Lo siguiente salió en la revista Brando y me parece interesante compartirlo. 

Soy de River por herencia familiar.

Mi papá, que nació y se crio en San Cristóbal, se hizo de River cuando no éramos gallinas pero sí millonarios, a mediados de la década del 40. Jugaba a ser Bernabé Ferreyra en calles en las que eludía a lecheros y trolebuses. Su infancia coincidió con La Máquina. Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. San Martín, Belgrano y Sarmiento. Ya estaba Amadeo. Y después Di Stéfano y Walter Gómez. Sus atajadas y sus goles salían desde adentro de la radio. Relataba Lalo Pelliciari, y el resto era imaginación. De cuando en cuando, iba a la cancha, pero no mucho.

El Monumental, allá al lado del Río, parecía Finisterra. Se subía al 307 en Entre Ríos y Constitución y una hora después se bajaba en Plaza Italia. Desde ahí otro trole hasta Barrancas de Belgrano. Y desde ahí, cada tanto, arrancaba un tranvía especial repleto, con hinchas subidos hasta el estribo. Demasiado complicado. Un domingo fue a Victoria, a la cancha de Tigre, pero es como si esa tarde se hubiesen jugado 50 partidos de tantas veces que me lo contó. "En el arco estaba (Héctor) Grisetti, con una boina. Tenías a los jugadores al lado, más cerca que en la cancha de Ferro." Tuvo que haber sido en 1946 o 1947. Los hinchas vestían sombreros. Fútbol elegante adentro y afuera. Ese día, me dijo, también jugó a Alfredo Di Stéfano: es un detalle que me hace quererlo todavía más a mi viejo.

Todavía en los 50 los equipos se repetían como un mantra. Carrizo. Vaghi y Ferreyra. Yacono, Rossi y Ramos. Vernazza, Walter Gómez, Prado, Labruna y Loustau.

En 1968, cuando ya también éramos gallinas, estuvo en el River-Boca en el que murieron 71 hinchas. La Puerta 12. Eludió la tragedia -su vida fue siempre eso, eludir la tragedia- junto con Bellino, el amigo fana que postergó su casamiento para el día siguiente porque jugaba River. Eso sí es una declaración de principios. La primera vez que mi viejo me llevó a la cancha fue una noche. Habrá sido miércoles. O domingo. Ni idea. Un torneo Nacional de finales de la década del 70. Hacía unos años que ser gallina no era una ofensa de los rivales, sino un orgullo propio. Fue contra un equipo del interior, creo que San Martín de Tucumán, pero tampoco lo sé. La memoria sólo registra River.

Fuimos los cuatro, con mi mamá y mi hermano. Platea Belgrano alta, estadio lleno. Ganábamos fácil.

Me dormí en el segundo tiempo. Creo que fue el único partido con mi vieja.

Le siguió un domingo de sol con un River-Argentinos, otra vez a la misma tribuna. Fillol le atajó un penal a Maradona, pero perdimos 2-0. Fue en el Metropolitano 1980. Tenía 5 años. En ese torneo debuté como visitante: contra All Boys, en cancha de Ferro, empate 1-1. Saporiti hizo un gol en contra. Fuimos a la platea de madera, y mi viejo me compró galletitas. Una nena me pidió que le convidara. Le pregunté de qué club era. De All Boys, me dijo. No le quise dar, pero mi viejo me retó y le di la mitad. En 1981, otra vez contra Argentinos en el Monumental, debuté en el arte de putear a un árbitro, Claudio Busca. "Busca roña", dijo mi hermano, Eze, y me pareció el colmo del ingenio. También perdimos, 3-2, y nos expulsó a medio equipo.

En el 81, contra San Lorenzo, estuvimos en la San Martín Alta. De tan llena no se podía entrar. Mi viejo me levantó sobre sus hombros y me dijo: "Mirá, ésa es la tribuna de ellos, se están yendo al descenso". Ya entonces me acordaba más de las tribunas que de los rivales, los resultados o los jugadores. También fuimos en 1983, cuando volvió la democracia, pero la crisis ya era nuestra. Un domingo nublado perdimos contra Racing de Córdoba, 2 a 1. Había huelga de jugadores y creo, también, de empleados del club: sólo se habilitaron las plateas medias. Los anillos superiores o inferiores estaban clausurados. Aun así, con el Monumental al 33%, me pareció impresionante la cantidad de gente.

River me empezó a enseñar. Primero, el gusto por la lectura. Mi vieja, preocupada, le dijo a la maestra: "Sólo lee El Gráfico". Una noche de ese año, por el Nacional, aprendí geografía: perdimos contra Andino. Era de La Rioja. Lo escuché por radio, y el relator me pareció un poeta: "Gol de Palomba, que es una bomba". "Eso se llama rima, Andrés." El fútbol también me hizo descubrir el miedo. Al partido siguiente, jugamos contra Nueva Chicago en el Monumental. Las dos hinchadas salían al mismo tiempo: con Ezequiel quedamos en el medio de la barra de Chicago. Le vi el terror a mi papá. Pero River ya era una cuestión semanal en mi vida. Y no habría marcha atrás. Encima River volvía a ganar. Nacional 1984: 5-0 a Atlético Uruguay de Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Para mí fue la gloria. Y la primera vuelta olímpica: Metropolitano 1985/86, 3-0 a Vélez. Mi viejo nos llevó a los 15 minutos del segundo tiempo, cuando se abrían las puertas y no se pagaba entrada. Repetimos esa modalidad en los campeonatos de 1987/88 y 1988/89.

Hay partidos perdidos en la historia que, no sé por qué, no puedo olvidar: un 2-3 contra Gimnasia, en enero de 1988. Griguol de técnico. El pibe Airez nos hizo un gol. Enseguida nos ilusionamos con el equipo de estrellas que Menotti armó para la temporada siguiente y estuvimos entre los 10 mil hinchas que un sábado a la mañana vimos un entrenamiento en el Monumental. Me dio permiso para ir con un amigo a un amistoso contra Verona. 2 a 2. Caniggia y Troglio para ellos. Una aventura. Mi independencia. Tenía 13 años. Creo que la última vez que fui con mi viejo fue un 3-1 a Deportivo Armenio, al comienzo de aquel torneo. En el segundo tiempo, claro. Enseguida empecé a ir solo, a escondidas, porque mis viejos no querían. Debuté como hincha clandestino en un 1-0 a Español, un gol del Polilla Da Silva en el primer tiempo que nunca vi: entré en los últimos 30 minutos.
¿Cómo podría conseguir australes -la moneda de entonces- para pagar una popular? No dije que había ido, pero legalicé mi pasión a las pocas semanas. Era tímido y me iba mal con las chicas: River llenó ese vacío. Y muchos otros. Desde entonces, seguí al equipo como lo hacía mi viejo en la década del 40 y el 50, pero con más fanatismo. En 1989, no aguanté los nervios en la final de una Liguilla contra Boca y terminé contracturado. Ganamos, pero, al día siguiente, no pude ir al colegio. La primera vez en la Bombonera fue en 1991, tenía 17 años. Mi vieja estaba a punto de llorar cuando salimos de casa con mi hermano. Sólo le faltó decir que lleváramos un saquito. Hacía 35 grados. El arquero José Miguel le atajó un penal a Batistuta, pero Latorre la clavó desde 40 metros.

A la salida nos tiraban agua caliente desde los balcones de La Boca. También cayó una pava. Me horrorizó y me fascinó. También lo pasé maravilloso y fatal en las canchas de Vélez, Ferro, Independiente, Racing, Huracán, San Lorenzo, Newell's, Rosario Central, Deportivo Español, Lanús, Banfield, Platense, Gimnasia, Estudiantes, Colón, Atlanta (0-1 contra Argentinos, en el Clausura 92) y algunas más. Volver en colectivo, correr el tren, llegar de vuelta a las 3 de la mañana de un día de semana. Cientos de domingos. La Policía que te corre. Gases lacrimógenos contra Argentinos, en el Apertura 1992, en Ferro. Me robaron tres veces los mismos hinchas de River: contra Armenio en Vélez, 1989 (1-1); frente a Olimpia por la Supercopa, 1990 (3-0); y contra Colo Colo un amistoso, 1991 (1-0). Viajé a Uruguay. A Córdoba. A Mar del Plata. A Rosario. A veces era bravo.

Las patentes de los autos, la de C de la Capital, te delataban. Una noche, con el auto roto a la salida de la cancha de Central, hubo que transformar a mano la C en O. Aparecieron las chicas, pero, si había que elegir, muchas veces primero estaba River. Como Bellino, el amigo de mi viejo. Gateaban los 90: la política era mala palabra. También ya era hincha de Defensores de Belgrano, mi glorioso Defe. El fútbol permite ese tipo de poligamia. Uno nacional y otro barrial. Uno el sábado y el otro el domingo. Dos tipos de amores. Lo recomiendo. Pero con mi padre el vínculo en común era River. Y hasta 1998 milité todos los fines de semana, o casi. Campeonatos, liguillas, torneo Centenario, partidos de verano, amistosos, entrenamientos, Libertadores, Supercopa.

Lo vi siete veces campeón argentino: 89/90, 91, 93, 94, 96 y dos veces 97. El 3-0 en la Bombonera en 1994 fue otro título. La Libertadores 96 y la Supercopa 97. El día a día en mi profesión, el periodismo deportivo, me sacó las ganas. Trabajo y pasión son difíciles de conciliar. Y además nos creemos importantes, levantamos el dedo, decimos "sho opino que". Nos perdemos lo mejor: subir nerviosos a la tribuna, abrazarnos con extraños, ser parte de un colectivo, dejarnos mentir por el sistema. Mi vieja murió un lunes de abril de 2003: ni sé contra quién había jugado River el día anterior. Le siguió un exilio voluntario en España y partidos que terminaban a la madrugada.

Durante ese tiempo fui de River sólo los domingos. Volví a serlo de lunes a domingo ya de regreso en la Argentina. Y cuando el equipo más lo necesitaba. A poner el pecho en las malas. A balancear las alegrías del pasado. En secreto agradecimiento por aquella compañía de antaño. River salvó una parte de mi vida en más de un sentido. Volví a ser socio. Surgió el libro. Canchas nuevas: Argentinos, All Boys, Tigre, Arsenal, Quilmes. Miles de kilómetros que no había recorrido: Mendoza, Bahía Blanca. Estadios que antes no existían: el Unico de La Plata. Arrancamos bien, Cappa fue todo lo bueno y todo lo malo que es Cappa, lo echaron, Jota Jota López al rescate, parecía que zafábamos, perdemos con All Boys, Boca nos pega una trompada, el descenso asfixia, Passarella se pelea con Grondona, a los 36 años River vuelve a convertirse en lo que era cuando estaba en el secundario, mi obsesión diaria, y un jueves de mayo de 2011, cuatro días después de perder contra Boca y tres antes de jugar con San Lorenzo, mi viejo me dijo que le encontraron un linfoma.

Lloré todo el día. Lloré todos los días que le siguieron. Lloré todas las semanas que vendrían.

El sábado siguiente tenía que encontrarme con mi papá en el hospital. Le harían unos estudios a la hora en que jugaban Argentinos-Olimpo. Si los bahienses ganaban, volvíamos a la Promoción. Yendo en el auto, empecé a escuchar el partido. Me retorcía cada vez que atacaba Olimpo. Le pegué al volante cuando Argentinos se erró un gol. Insulté al relator, porque se confundió un ataque de un equipo cuando era para otro. Me alteraban apellidos que no conocía. Berardo. Longo. Tejera. Sonaban como Park, Sung, Cheng.

Cuando llegué al hospital, faltaban 15 minutos para que terminara. Iba 0 a 0.

Podría agachar la cabeza y decir que soy una bestia, que el fútbol no me tendría que importar, que es una mafia, que está todo arreglado y que sólo un imbécil podría haber estado pendiente de Olimpo-Argentinos en un momento de dolor familiar; pero no lo haré, y ni siquiera me lo voy a reprochar: mi viejo, mi grandísimo viejo, me necesitaba y yo estaba ahí, dispuesto a quedarme hasta el fin del mundo con él, pero, al mismo tiempo, tenía unas ganas locas de que Argentinos le hiciera un gol a Olimpo. El amor familiar, aun en su versión más triste, y River no son incompatibles.
Cuando salimos del hospital, me enteré de que había sucedido lo que no tenía que pasar: gol de Olimpo, River a la Promoción. Con mi viejo fuimos a un bar sobre avenida Corrientes y hablamos de lo que vendría. Le dije que era un grande, que iba a estar bien. Me miró como me había mirado siempre, con ese tipo de ojos que son parte de su generación. El nuestro es un amor silencioso, de esos en los que un te quiero está de más. Y un rato después, también en silencio, me alegré por los dos goles de Estudiantes a Huracán: mejor que el Globo siguiera pinchándose.

Al día siguiente, al anochecer del partido contra San Lorenzo, llegué a la Sívori baja 40 minutos antes del inicio, elegí un lugar y miré la cara del plateista que estaba sentado a mi lado como quien mira al tipo con el que va a compartir un viaje en avión. Una amiga me contó después del peor vuelo de su vida, uno que fue tan turbulento que en silencio empezó a despedirse de familiares y amigos, que la mayor tristeza de aquel momento fue sentir que iba a morirse rodeada de extraños. Al hincha que estaba a mi costado, antes de jugar con San Lorenzo, yo tampoco lo conocía.

Desde que comenzaron los 50 dias del calvario, intenté preguntarme varias veces qué era, realmente, lo que tanto me aterraba de la posible caída de River a la B. Es curioso: la gloria es una construcción colectiva, pero el descenso es una experiencia personal. Y lo que se me ocurre pensar ahora es que en la vida son muchas las veces en que descendemos. Recuerdo una escena de Vicky Cristina Barcelona, la película de Woody Allen, en la que Javier Bardem invita a las dos chicas a volar con él a Oviedo. Acaba de conocerlas. "¿Por qué haríamos eso?", pregunta una de ellas. "Pues porque la vida es corta, gris y está llena de dolor."

La magia del cine provoca que las chicas se tomen un avión con Bardem a Oviedo. En esta vida porteña, gris y llena de dolor, los milagros no ocurren. Te vas a la B todos los días. Yo me voy a la B todos los días y varias veces por día: cuando murió mi vieja, cuando se enfermó mi viejo, cuando me metieron los cuernos, cuando entré en un quirófano, cuando cerraron dos diarios en los que trabajaba, cuando empresas millonarias me pagaron una basura, cuando a los 20 años me di cuenta de que me iba a quedar pelado, cuando juego a la pelota y no soy capaz de hacer un pase de dos metros, cuando traté muy mal a gente que me había tratado muy bien, cuando veo a nenes de 10 años viviendo en la calle o a pibes de 20 revolviendo mi basura, cuando me cuesta decirle "te quiero" a los que quiero, cuando me preocupa tener 36 y sentir que no hice nada trascendente.

Lo único que siempre me mantuvo al margen de la frustración fue River. River es otra cosa. River no pierde nunca. River es más fuerte que las angustias que llevo dentro. River le gana a los miedos que no le cuento a nadie. River estuvo ahí cuando las mujeres me dejaron. River fue mi revancha cuando los jefes me basureaban. River era mi alivio semanal cuando tenía 19 años y un vacío existencial. River me fascinaba cuando yo me odiaba. River es un refugio para mí, que vivo en un PH en Belgrano, pero también para quienes alquilan una casita en Ezpeleta u ocupan un asentamiento en Ingeniero Budge. River es la revancha de quienes están en un hospital, una cárcel o una comisaría. River es el lujo de los que no tienen 1,25 para el bondi. River es nuestra garantía semanal de triunfo, de grandeza, de reivindicación. Te ponés un buzo de River y caminás por la calle, hasta cartoneás por la calle, como un campeón. Siempre fuimos eso: campeones.

Los perdedores son otros. Y de repente River se puede ir a la B. Y si River desciende, mi único costado irrompible se desvanece. Tendré que seguir soportando mis fracasos diarios, pero ya no estará River como actor desagraviante. Cómo no voy a tener miedo.

Firme con la editorial el 16 de agosto de 2010, 313 días antes del descenso. En el contrato de edición, figuraba un título genérico: "Diario del hincha". Recién se habían jugado dos partidos de la temporada. Pensé que faltaban 36. Serían 38: en mi presupuesto, todavía, no figuraban los dos contra Belgrano. Al momento del acuerdo, sabía que River tendría que enfrentar la ruina de los torneos anteriores, pero di por seguro que terminaríamos más cerca del título que del descenso. Miré el fixture y pedí un deseo: "Que para la fecha 14 del Clausura, contra Boca, estemos salvados. No hay que llegar en peligro a La Bombonera".

Eso. Pensé que cinco o seis partidos antes del final, los promedios ya serían un mal recuerdo. Y punto. Además, habíamos ganado las dos primeras fechas, contra Tigre y Huracán. Tenía por delante un año en la tribuna: la campaña más urgente de River era una excusa para escribir una crónica de qué significa ser hincha de un club. El trazo de atrás sería River y, cuando fuera pintando, aparecería el fútbol, el estado del fútbol argentino, los héroes, los antihéroes, los dirigentes, el periodismo. Pero a River se le acabó su impulso ganador del comienzo y, a medida de que transcurría la temporada y el equipo no podía despegarse de los promedios, la salvación ya no pareció un asunto tan sencillo. Ahora sí empecé a creer en lo increíble: podíamos descender.

El foco del libro tendría que cambiar, y el compromiso asumido con la editorial empezó a transformarse en una carga. Hubo días en que el contrato colgó de mi cuello como un yunque.
- ¿Vas a escribir el libro si descendemos? -me preguntó Diego, periodista, también de River, cuando faltaban cuatro fechas.
- Ni en pedo. Le devuelvo la guita a la editorial y listo.
Pero enseguida podía pensar lo contrario. Cuando caminaba por las calles de La Boca, después de la tortura de aquella derrota rodeado de hinchas de ellos, justamente en el escenario que quería evitar desde hacía un año, me dije que tenía que hacerlo. Que esta vez tocaba posicionarse de espalda a los libros escritos en tributo a equipos campeones y a ídolos presentados como súper hombres. Que se puede ser más ganador en la derrota que en la victoria: pararse al lado de River en este momento de desesperación era, detrás del dolor, una experiencia de crecimiento que gritar un gol detrás de otro no te permite. Debía contar el año más extraño, pero más reivindicatorio, de la hinchada de River.
La frase que sintetiza la temporada es el estribillo de la canción que se estrenó en la noche del triunfo contra Banfield: "Les demostramos lo que es River en las malas". Para la fecha siguiente, contra Gimnasia, todos conocíamos la letra del nuevo himno. Fue el tema de conversación en la cola frente a las boleterías del Monumental para cambiar las entradas que habíamos comprado por internet, tres días antes del partido, y el domingo yendo en la autopista a La Plata, junto con Diego y Gaby en el Corsa. El desafío del libro sería retratar la resistencia frente a dos tipos de agonía: la de mi equipo y la mía. Estaba decidido. Pero a la semana volvía a arrepentirme y me convencía de lo contrario: no podía, no podía escribir del sufrimiento de River. Que lo hiciera otro. Y en la ruta hacia Córdoba para el partido contra Belgrano, ya en la Promoción, me obligué: "Si nos vamos a la B, no escribo un carajo". Dos días después, volví a tener dudas.

De la editorial me contactaron el viernes previo a la revancha. Me pasaron una fecha de entrega. Les dije que, hasta que no se decidiera el destino del equipo, había que esperar. No sabía qué hacer. Si hacer algo o no. Y si lo hacía, qué hacía. Una semana después del descenso, nos reunimos. El libro, definitivamente, había pasado de El año que vivimos en peligro a Titanic. En lo personal, era un desastre doble. Creo que en la editorial querían hacer un libro del descenso de River. Yo no: un libro del descenso no nos habría reflejado. Haber acompañado a River este tiempo fue mucho más que irse a la B: fue una historia de tolerancia y de reivindicación. Pero mis dudas seguían. Y a mitad de camino entre el descenso y el debut en la B Nacional, los convencí de esperar seis meses más. Sumarle la esperanza del retorno. Un final abierto.

La editorial aceptó.

En la final de la Copa América, al mes siguiente del descenso, me encontré con Ezequiel Fernández Moores. En parte quise ser periodista porque leía sus notas a doble página en Página/12, los domingos de 1995. Poco después, fue uno de los primeros que me dio trabajo. Conocerlo fue darme cuenta de que la excelencia profesional y la bonhomía no eran excluyentes. Hasta entonces los referentes del periodismo (Fernando Niembro, Marcelo Araujo) parecían tipos de una soberbia a la altura de sus personajes. Hacía ya varios meses que Ezequiel sabía del derrotero existencial de este libro. Incluso hablamos a la semana siguiente al descenso, pero todavía no le había comentado de mi última decisión, la definitiva: sumarle el camino de regreso.
- Estás loco -me dijo, casualmente, en la sala de prensa del Monumental, después de la final Uruguay-Paraguay.
- Pero...
- En la semana hablamos. Tenés que escribirlo ahora.
A los pocos días tomamos un café. Le conté mis miedos: hacer un libro funcional a las gastadas. Ser un traidor a mi club. "No dejes que el hincha le gane al periodista", me dijo. "Escribí con sinceridad y tratá de emocionarme. No hay amor sin pasión y no hay pasión sin dolor. Contalo todo. Si no, no te creo. El libro tiene que ser un sentimiento", se despidió. No terminó de convencerme, pero era un avance. Y a los pocos días me di cuenta de que su mensaje era el mismo que el que los hinchas de River desplegaban por la ciudad desde hacía rato, incluso desde el día siguiente al descenso. Nunca había visto tantos buzos rojos y blancos en la calle. Había récord de inscripción de socios.
Hubo bombos y banderas hasta en un amistoso de pretemporada contra la Sexta División de Kimberley de Mar del Plata. El rating del Nacional B sería mayor que el de Primera. Era, en definitiva, la confirmación de lo que había visto todo el año en la tribuna: un club desvaneciéndose y un sentimiento multiplicándose. A River lo queremos más ahora que antes. Ahí estaba, al fin, el foco.

Contar el derrumbe. Cómo llegamos al desastre. Cómo destruyeron lo indestructible. Pero también, o sobre todo, lo que fuimos y lo que somos en las malas. El resistir. Y a la semana, empecé a escribir.
Mientras escribia el segundo capitulo del libro, entendí por qué y para qué le puse el cuerpo a la agonía de River. Pero el cómo, el modo, recién lo interpreté en un par de sesiones con mi analista, a días del debut en la B Nacional contra Chacarita: allí quedó de manifiesto que mi compromiso compasivo con River en el final del torneo anterior había repetido un tipo de estructura que sólo activo para los casos límite. Que reprobara que Jota Jota no pusiera de titular a Pavone cuando acompañaba a mi viejo al hospital no significaba que estuviera más pendiente de mi equipo que de mi familia. Es absurdo hasta aclararlo, porque no doy nada a cambio por volver atrás el descenso de River y sí lo daría por decenas de otras cosas.

Ese tipo de ecuaciones dejan en claro por qué el fútbol es, como máximo, lo más importante de lo menos importante. Sin embargo, este libro no sería honesto si no admitiera que a nuestros últimos partidos en Primera les concedí un estatus de atención prioritaria. No en la valoración del hecho, pero sí en cómo enfrentarlo, en cómo desplegar mis velas al viento. Desde ese sentido, mi patrón piadoso en la crisis de River ha repetido el tipo de lealtad que le dedico a los momentos en que peleo por todas las urgencias que, efectivamente, dejan en ridículo al fútbol.

Escribí sobre la enfermedad de River al lado de mi viejo, mientras él le peleaba a la suya. Alterné el lugar de redacción según su estado de salud: una parte en su casa, o en bares cercanos, y otra parte en el hospital, o en sus bares vecinos. Llegué a prender la computadora y a escribir en un viaje en ambulancia, de tan cotidiano que se me hizo acompañarlo. Aunque incomparables desde sus valores, ambos procesos tuvieron varias coincidencias: pusieron a prueba mi capacidad de reacción ante la defensa de lo que más quiero. Los dos casos sacaron una fotografía de cómo estaba plantado. Mi papá siempre eludió la tragedia.

Le pasaron todas: de joven fue a bailar y lo atropelló un tren, hace diez años le ganó a un cáncer y ahora, hasta el día previo a que yo entregara este último capítulo, estuvo un largo tiempo en cama. Recién volvía a caminar por su cuenta cuando ya terminaba el libro. Le dije decenas de veces todo lo que lo admiro y me faltan mil veces más para llegar al 10%. En definitiva, escribí de mi lucha por River mientras luchaba por él. Estar a su lado, verlo por enésima vez ganarle a lo que se le pusiera enfrente, pelearle a golpes de verdad, ver sus continuas resurrecciones, fue el último impulso vital que encontré para escribir este libro. Todos los días me decía muchas gracias, pero yo sabía que era al revés, que él me estaba salvando a mí, que el agradecido debía ser yo. Y no sólo porque, hace más o menos 30 años, me hizo hincha de River.

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