2 feb 2012

Martín Caparros y la ecología

Terminé de leer el libro "Contra el Cambio" de Martín Caparros y me parece interesante su contenido porque obliga a replantearse ciertas posturas ecologistas de algunos grupos o países.

Destaco algunos puntos del libro reconociendo que a muchos les pueden molestar la opinión o postura de Caparros frente a la ecología.


A veces soy ecololó. Lo siento pero es cierto: estoy viejo, me da por conservar. A veces quiero que las calles por donde anduve de niño sigan iguales —y gruño porque me las cambian—. O quiero que esta uva sepa como las uvas del recuerdo, que las palabras que solía usar sigan usándose, que mi cutis cutáneo luzca lozano bebecito, y a veces hasta querría que no existieran los celulares ni las computadoras porque antes no existían los celulares ni las computadoras. Como tantos —tan obvio, tan vulgar—, supongo que los buenos viejos tiempos son mejores que los malos nuevos, que más vale malo conocido, que ese pájaro en mano no te pica la mano. Soy, a mi pesar, conservador de ciertas cosas.




Pero me da tantito de vergüenza. Me digo que son puras tonterías de veterano, trato de ocultarlo y, sobre todo, no lo travisto en una ideología. No voy por ahí diciendo que las calles asfaltadas son un atentado contra nuestra cultura ni que no hay mejor medio de comunicación que las señales de humo ni que los aborígenes deben aborigenar siempre lo mismo; soy ecololó pero no tanto. Lo soy, si lo soy, contra mi voluntad.


Lo cual me redime levemente: no mucho, justo lo justo para dormir algunas noches. El mundo, en cambio, ahora, está lleno de ecololós orgullosos de serlo. Los ecololós —no todos los ecologistas son ecololós pero todos los ecololós son ecologistas— hacen lo mismo que cualquier viejo pero se jactan, lo proclaman, lo convierten en doctrina y belleza de su —supuesta— alma. Los ecololós están felices, son felices, viven felices porque han encontrado la forma más presentable, más cool, más aplaudida de ser conservadores: con ustedes, señoras y señores, su majestad la ecología.




La ecología es la forma más prestigiosa del conservadurismo. La forma más actual, más activa, más juvenil, más políticamente correcta, más poderosa del conservadurismo. El conservadurismo cool, el conservadurismo progre, el conservadurismo modernito.




La ecología es un puro producto de una época —esta— que no sabe qué pensar de su futuro: que ha perdido sus ideas de futuro y, entonces, en lugar de desearlo le tiene un miedo horrible. Por lo cual los ecololós querrían retrotraer el mundo a alguna edad dorada; como saben que tampoco pueden, tratan al menos de que ya nada cambie. En su mirada abunda la nostalgia del presente visto como pasado, el miedo ante el carácter eternamente fugitivo, resbaloso del tiempo: odian el tiempo porque no saben cómo pensar el tiempo. 




La ecología tiene dos vertientes básicas, que se cruzan y se complementan: la que defiende las especies vegetales y animales porque siempre estuvieron y tienen que seguir estando —suerte que no había ecololós defendiendo a los hermanos dinosaurios porque los hombres, sin su extinción, no existiríamos. Y la que defiende los recursos naturales existentes porque tiene miedo de que, si se terminan, se termine la civilización humana. Estos son los más numerosos últimamente y, supongo, los más equivocados. Un ejemplo puede aclarar la idea: España, en el siglo XII, era un gran bosque; la frase clásica dice que un mono podía atravesar la península desde Gibraltar al Pirineo sin bajar de los árboles. España rebosaba de madera y la madera era la materia indispensable: con madera se hacían las casas, los carros, las ruedas, los arados, los muebles, las herramientas, las lanzas, los zapatos; con madera se calentaban las personas, se cocían las comidas, se trabajaban los metales escasos. Un mundo sin madera habría sido pensado, entonces, como la quintaesencia del desastre, un espacio invivible. Ante la posibilidad de su desaparición, los ecololós del siglo XII habrían alertado contra “la destrucción de nuestro ecosistema forestal, que condenará al desastre a las generaciones venideras”. El hombre es la gran amenaza para el medio ambiente: taló, utilizó, gastó esos árboles. En el siglo XII, España daba de vivir a cuatro millones de personas. Nueve siglos después, España es una llanura casi yerma desarbolada capaz de sostener —incomparablemente mejor— a diez veces más personas que viven más del doble que en tiempos del gran bosque: otros materiales, otros combustibles, otras técnicas han reemplazado con enorme ventaja a la madera.




Pero la ecología suele suponer un mundo estático donde los mismos métodos requerirán siempre los mismos recursos naturales, y se aterra porque proyecta las carencias del futuro sobre las necesidades actuales: por eso es, en sentido estricto, un esfuerzo por conservar —los bosques, los ríos y montañas, los pájaros, las plantas, la pureza del aire, las maneras de usarlos— y eso, tras tantos años de suponer que lo bueno era el cambio, debe ser muy tranquilizador.




Digo: debe ser fantástico haber encontrado una forma de participación que no suponga riesgos, beneficie directamente a uno mismo y proponga la conservación de lo conocido. Fantástico poder sentir que uno está haciendo algo por el mundo, defendiendo al mundo de los malos, tratando de que solo cambie lo necesario para que nada cambie. Fantástico que lleve incluso cierto tinte de insatisfacción con la forma en que el mundo funciona —capitalismo despiadado, grandes corporaciones—, tan leve que puede ser compartido por los capitalistas despiadados y las grandes corporaciones. Fantástico haber dado con una causa común, tan aparentemente noble, tan indiscutible —en el sentido estricto de la palabra indiscutible—, tan unificadora que pueda ser enarbolada por una mujer pobre keniata o el presidente de los Estados Unidos o mi tía Púpele o la banca Morgan. Fantástico; y sirve, incluso, como materia para enseñarles a los chicos en la escuela —o como material de propaganda y, sobre todo, relaciones públicas. Responsabilidad social de los grandes carnívoros y demás tangalangas.






Y encima, para coronar el asunto, llegó el cambio climático. “Sucedió en algún momento de estos años: de pronto, el mundo se despertó con un apocalipsis nuevo. Los temores ecologistas encontraron su forma perfecta: el planeta sufriría un cambio climático tan profundo que nunca nada volvería a ser igual. Y entonces gobiernos, famosos, organismos internacionales, grandes corporaciones, pequeñas oenegés se lanzaron a luchar contra el cambio como si fuera el problema más importante de un mundo plagado por el hambre y la miseria”. O, por lo menos, eso es lo que dice la contratapa de mi libro Contra el Cambio, que escribí para tratar de entender por qué una variable que, si acaso, podría complicarnos la vida dentro de varias décadas, se volvió de pronto gran prioridad internacional.




Entonces me trataron de negacionista —huy, un negacionista—, porque la discusión sobre el cambio climático está mal encarada. Yo no digo que la temperatura de la Tierra no vaya a subir un par de grados en las próximas décadas: digo que no lo sabemos seguro y que, aún si sucede, me parece tanto menos urgente que el problema espantoso, presente, de millones y millones viviendo en la miseria —de esos 25.000 hombres y mujeres que se mueren cada día a causa del hambre. Y no me digan que no tienen por qué compararse: tienen, cuando la famosa “comunidad internacional” se desvive —y gasta fortunas— contra el cambio climático, para cuidar a la madre Tierra, y cuida cada vez menos a sus hijos. Es un problema de asignación de recursos y, sobre todo, de asignación de intereses: el mundo se puede sentir probo —ecololó— ocupándose de que sobreviva el medio ambiente, y no necesita intentarlo ocupándose de que no se mueran sus habitantes.




Así que ahora el cambio climático sale en todas las fotos: un tsunami nipón y es el cambio climático, Chile tiembla y es el cambio climático, Colombia se inunda y es el cambio climático, Níger se seca y es el cambio climático, Palermo vuelve a errar un gol y es el cambio climático, tu mujer te dejó por ese olor a patas y es el cambio climático, cariño, que no me permite lavármelas con la frecuencia idealmente recomendada en los folletos pertinentes. Nos gustan esos mecanismos: el mundo es demasiado complicado, incomprensible, y es tan cómodo pensar que una causa explica casi todo. También nos gusta sentirnos amenazados, pendientes de un apocalipsis —no hay nada que nos ponga más que un buen apocalipsis a la vuelta de la esquina—, y sentir que estamos entre los que entendemos y los que hacemos el bien y que allá están los malos y acá, nosotros, los más buenos sensibles concernidos. Y además el cambio climático es una de esas causas bien ecololó, que no requieren mayor sacrificio personal —nadie deja de usar el coche porque quiera cuidar el medio ambiente— y que no discuten el orden establecido de las cosas.




De hecho, lo respalda. La amenaza del cambio climático les sirve mucho a los mismos de siempre. Su mayor adalid es Al Gore, que cuando era uno de los jefes del mundo no tenía el menor problema con la cuestión. Pero que desde que dedica su vida a ella ha ganado muchos millones de dólares, y espera ganar muchos más. Hace un par de años le dijo a Fortune que su empresa Generation Investment Management encaraba una transformación “mayor que la Revolución Industrial, y mucho más rápida”: la conversión del mercado global de energía “para contener el calentamiento global” a través de tecnologías limpias, verdes, sustentables —y, también, por qué no, nucleares. Gore y los suyos quieren acelerar el abandono de los combustibles fósiles —petróleo y carbón, acusados por el calentamiento— para sacar una tajada en el cambio económico central de las próximas décadas: la definición de qué energía vamos a usar. Gore y los suyos favorecían la recuperación —ecologista, faltaba más— de la energía atómica, aunque no siempre lo decían. Y todo iba viento en popa hasta hace unas semanas, cuando se les cruzó por el camino un monstruo manga llamado Fukushima, y años de trabajo rodaron colina abajo hacia las aguas radioactivas.




Mientras tanto, para no aburrirse, Gore y los suyos habían armado otro negocio multimillonario: el de los “bonos de carbono”. Los Protocolos de Kioto —rechazados por Gore cuando era vice— determinan cuánto gas de efecto invernadero puede emitir cada país firmante, y los gobiernos de los países ricos reparten esa cuota entre sus empresas. Entonces las que prefieren emitir más gas para seguir haciendo sus negocios compran bonos de carbono: derecho a polucionar que les venden las empresas y comunidades que no usan toda su cuota. En teoría, esto sirve para que las compañías que se preocupan por reducir sus emisiones —moderando su consumo, modernizando sus procedimientos— reciban algún beneficio; en la práctica, las empresas despilfarradoras suelen comprar sus bonos a compañías especializadas que los consiguen a través de supuestas inversiones verdes en el tercer mundo: renunciando a producir y crear empleo.




Ya hay un comercio internacional de bonos de carbono, organizado como una bolsa de valores: diez años atrás el mercado no existía y ahora mueve 150.000 millones de dólares anuales. Pero nada aumentaría más el precio de esas commodities que la aceptación americana de un límite para sus emisiones, gran objetivo demócrata biempensante. Entonces las empresas USA también tendrían que respetar cuotas de gases y, por lo tanto, comprar bonos: la demanda se multiplicaría, y con ella los precios. Parece un gran negocio pero no: es pura militancia ecololó.




La ecología es un negocio complicado. La peor amenaza para cualquier ecosistema sigue siendo el hombre —la cantidad de hombres—, pero solo la gran masa de hombres y mujeres pobres permite que el ecosistema global no se derrumbe. El mundo todavía soporta las agresiones del carbón, el gas, los coches, los aviones solo porque son pocos. Si todos los hombres y mujeres se subieran un día a un coche y echaran a andar, la nube tóxica sería impenetrable. La única forma segura de preservar la naturaleza es que la mayoría nunca pueda hacerlo. Si la riqueza estuviera más repartida, el mundo se hundiría en su propia basura: no hay nada más necesario para la ecología que los pobres.




Y nadie más dispuesto a la causa ecololó que los —más o menos— ricos, los que quieren conservar una forma de vida que les gusta. Lo cual es muy sensato, pero no califica como causa noble. Nadie discute que es necesario arruinar menos el planeta. El mundo es para el hombre, y no sirve ordeñarlo al punto de que ya no dé leche. Pero es eso: puro sentido común, banalidad, algo para tener en cuenta. Hacerse ecololó —hacer de eso la preocupación principal— es otra historia.




Una historia omnipresente: los ecololós abundan, prosperan, se reproducen como conejos en un ecosistema favorable. Son adorables, ideales para cualquier mesa de noche. Son tan bien educados, tan bien intencionados, tan dueños de la buena palabra. Son —casi— como los mimos. Son buenos, comprensivos. Incapaces, se supone, de matar a una mosca. Es más: si te llegaran a ver matando a una, seguramente te romperían la cabeza.

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