El halcón maltés es una película engañosa. Una película donde nada es lo que parece. Y lo poco que sí lo es, preferiríamos que no lo fuese. Samuel Spade (Humphrey Bogart), mitad correosa de la firma Spade & Archer, recibe la visita de una nueva cliente, la señora Wonderly —pestañas batientes y decoro desfalleciente a cargo de Mary Astor—, que acude a los detectives para seguir a Floyd Thursby, quien ha convencido a su hermana de fugarse a San Francisco con él. Miles Archer (Jerome Cowan), cautivado con la angustiada hermana menor, se ofrece a seguirlo, pero es asesinado misteriosamente durante un procedimiento de rutina.
La policía, al tanto de la liaison de Spade con Ivy, la mujer de Archer (Gladys George), rápidamente pone a Spade al tope de la lista de sospechosos. Sabemos que Spade no lo hizo. ¿La señorita Wonderley? Ah, la señorita Wonderley no es tal, descubre el detective luego de confrontarla, ni tampoco el modelo de decoro que parecía ser: Floyd Thursby era el “protector” de Brigid O’Shaughnessy —su verdadero nombre, confiesa: un nombre de chica inmigrante, no de la aristócrata que representaba— en Hong Kong. Spade sigue desconfiando, pero la etiqueta de su sombrero despeja las dudas que no querría tener.
Con la irrupción de Joel Cairo (Peter Lorre) en la oficina de Spade aparece la primera pista en firme. A Cairo —una especie de rata bañada en perfume de gardenias— le preocupa el paradero de un ave, un halcón bañado en oro de la cabeza a las garras e incrustado de piedras preciosas. Comparte la preocupación con Gutman (Sydney Greenstreet, 60 años y 170 kilos: uno de los debuts cinematográficos más perfectos de Hollywood), que puede ser (o no) el que ofrece los diez mil dólares a través de Cairo por su “devolución”. Sabemos que Spade no lo tiene. ¿La señorita O’ Shaughnessy? Ah, claro, la señorita O’Shaughnessy no es lo que parece. Lo que ve Spade en Brigid, lo que lo impulsa a protegerla a pesar de saber que miente: ése es, precisamente, el material del que está hecho el film noir.
Si El halcón maltés se ve como un standard cinematográfico, es porque inauguró muchas de las técnicas y artilugios que luego ingresaron en la definición clásica del género policial. El género Warner Bros. por excelencia: chicos duros y chicas malas que sueñan con tener la vida de los personajes de la MGM, pero sabiendo que eso sólo pasa en las películas. Y para construir esa especie de hiperrealidad ficticia, las historias (y la manera de contarlas) necesariamente debían cambiar: ambigüedad moral, un héroe inestable, el traslado de esa luz cegadora e interiores “modernos” a una calle intemporal, iluminada defectuosamente ¡a propósito! por el genial Arthur Edeson (Edeson sería, un año después, el director de fotografía de Casablanca, film que volvería a reunir a Bogart, Greenstreet y Lorre, e incorporaría a Ingrid Bergman, alguna vez candidata al personaje de Mary Astor), así como el ambiente opresivo de la noche y las calles, de las mujeres peligrosas y “reales” —humanas— los puntos de vista subjetivos en la narración (flashbacks, voces en off) y una lógica narrativa un tanto alejada de lo que se ha dado en llamar “modelo clásico”. Léase: engaños, virtuosismos y escamoteos de todo tipo, que no sólo dañaban la ilusión de “invisibilidad” del director, sino que pervertían la misma noción de “verosimilitud” narrativa. Ya no había una sola forma para el contenido. Tomemos como ejemplo los títulos del comienzo, en el que se narra la leyenda del halcón, ese oscuro objeto de deseo, y se explica que el paradero de la estatuilla sigue siendo desconocido “hasta el día de hoy”. Esto, traducido al mecanismo pavloviano del espectador, significa “hasta el comienzo de la película”. (El cine, claro, es presente eterno.) Por lo tanto, cuando la estatuilla hace por fin su entrada triunfal y se descubre que es falsa, los títulos adquieren su verdadero sentido: “hasta el día de hoy” significa, eternamente, hasta el día de hoy. Nada cambia, y si no son ellos, habrá otros que volverán a emprender la búsqueda y fracasarán, tratando de congelar “el día de hoy” en una fecha comprobable.
La historia que cuenta El halcón maltés —en el sentido en que cada film noir es, también, la historia de quienes cometieron el crimen— es una fábula parecida a la del escorpión. Ninguno de los personajes de la película puede cambiar su naturaleza: ni Brigid puede dejar de mentir, ni Spade puede evitar cumplir la ley cuando verdaderamente cuenta, ni Cairo puede dejar de ser un cobarde, ni Gutman puede dejar de perseguir al halcón —se sospecha— hasta el día de su muerte. El encuentro final, en casa de Spade, definirá cualquier tipo de duda que los personajes tengan acerca de cambiar su destino. Ni siquiera la posibilidad que sugiere Spade —entregar al hitman-gigoló de Gutman como chivo expiatorio para los tres asesinatos— es una verdadera posibilidad para nadie; salvo para el propio chivo, claro, que pone pies en polvorosa a la primera oportunidad que tiene. El final feliz jamás tiene lugar en el film noir, y cuando aparece siempre parece forzado. (Es el caso de El sueño eterno de Howard Hawks, donde lo que lo motiva es más la increíble química de Bogart y Bacall que cualquiera de los miles de huecos de la trama.) Amargo, sin redención posible, el de El halcón maltés tiene además un extraño, paradójico privilegio: es uno de los mejores finales del cine americano, y buena parte de su eficacia descansa en esa especie de Barbara Stanwyck berreta que es Mary Astor, una de las mujeres más desagradables que haya dado la época de oro de Hollywood. Nada de la emoción que destilan los últimos fotogramas del film hubiese sido posible sin ella. Sin Astor esquivando la mirada de Bogart, mientras el ascensor se cierra y anticipa los veinte años que él le asegura que la esperará. Y sin el mismo Bogart, que, unos momentos después, aleja la mirada del policía y de la estatua —falsa, como la promesa de Spade y la declaración de amor de Brigid— para explicarle qué era eso que ya no importa y hace un instante importaba tanto. “¿Qué es?”, le pregunta. “Eso de lo que están hechos los sueños.” “Corten”, dijo Huston. Y Bogart le dictó las últimas líneas a la script girl justo después de improvisarlas en cámara. Allí están, intactas, escritas en lápiz en el guión de rodaje original.
“La mayoría de nosotros va por la vida tratando de conseguir lo inalcanzable, y cuando lo consigue, descubre que es inaceptable.” Eso es El halcón maltés.
Hay que vivir la vida con una filosofía jazzera. Mucho swing, mucho feeling, y saber improvisar en los momentos necesarios. Comprender que, como decía el gran Duke Ellington: "Nada significa si no tiene swing". Jazzlosophy es una forma de vida; y nuestra vida esta rodeada de cosas jazzlosophy y de momentos jazzolosophy. Gozar y valorar el tiempo libre. Bebidas, Gastronomía, Viajes, Artes, Música, Cine, Literatura, Diseño y Estilo. Tratemos de recuperar el olvidado Arte de Vivir.
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